Un martes de 1856 en Panamá, el ciudadano norteamericano Mark Oliver se detuvo ante un puesto de sandías con las tajadas dispuestas al sol. Iba borracho. Estiró la mano, cogió una de las mejores piezas, le atizó cuatro o cinco dentelladas, escupió al suelo algunas semillas y continuó su marcha sin rumbo cierto. El tendero, José Manuel Luna, salió detrás de él a los gritos, reclamándole el importe: cinco céntimos. En la discusión, el tendero blandió el cuchillo de cortar la fruta y el otro desenfundó la pistola. Estaba claro. No había marcha atrás posible, pero un compadre del descuidero, más consciente, cubrió la deuda y en ese momento uno que estaba por ahí arrebató a la carrera la pistola a Mark Oliver. Aquello acabó un par de horas después en un quilombo de tiros y machetazos con una minuta de 16 estadounidenses y dos panameños muertos. Todos muertos. Ocurrió en las inmediaciones de la estación del ferrocarril transístmico, construido en 1850 por los gringos en el barrio de La Ciénaga, junto al Mercado de Mariscos.. Seguir leyendo
No es prudente provocar a un vendedor de sandías, porque su oficio es un asunto pesado y su cólera puede estar acumulada. Menos aún si el agresor es un estadounidense con provilegios en Panamá
Un martes de 1856 en Panamá, el ciudadano norteamericano Mark Oliver se detuvo ante un puesto de sandías con las tajadas dispuestas al sol. Iba borracho. Estiró la mano, cogió una de las mejores piezas, le atizó cuatro o cinco dentelladas, escupió al suelo algunas semillas y continuó su marcha sin rumbo cierto. El tendero, José Manuel Luna, salió detrás de él a los gritos, reclamándole el importe: cinco céntimos. En la discusión, el tendero blandió el cuchillo de cortar la fruta y el otro desenfundó la pistola. Estaba claro. No había marcha atrás posible, pero un compadre del descuidero, más consciente, cubrió la deuda y en ese momento uno que estaba por ahí arrebató a la carrera la pistola a Mark Oliver. Aquello acabó un par de horas después en un quilombo de tiros y machetazos con una minuta de 16 estadounidenses y dos panameños muertos. Todos muertos. Ocurrió en las inmediaciones de la estación del ferrocarril transístmico, construido en 1850 por los gringos en el barrio de La Ciénaga, junto al Mercado de Mariscos.. En medio de la tangana llegó un tren con 940 pasajeros, hombres, mujeres y niños estadounidenses que quedaron entre dos fuegos en la estación. La policía apareció una hora y media después, con la calma, cuando ya estaban los viejos cuchillos ensartando americanos. Al poco también se personó el gobernador interino del Estado Federal, Francisco de Fábrega, vestido como para una recepción en la casona del Gran Gatsby, se colocó cargado de autoridad en medio de la refriega y alguien le atravesó de un balazo la copa del sombrero. No tardó en dar la orden de que la policía ocupase la estación y la convirtieron en una ratonera histérica. De Mark Oliver, el que levantó la tajada sonriente de sandía, no se supo más.. Con los cadáveres extendidos en la calle, la diplomacia panameña acusó a EEUU del desastre. Pidieron cartas de recomendación a los cónsules de Francia, Reino Unido y Ecuador para adjuntarlas a la acusación oficial. A la autoridad norteamericana no le gustaron los informes y acusó a unos y a otros de traidores por ponerse de parte de los istleños. Faltaba el informe del comisionado especial designado por el Gobierno estadounidense. Éste se tomó su tiempo y lo entregó en seis meses después del tinglado. Acusó a los panameños negros de atacar y robar a los estadounidenses. También llamó incompetentes a las autoridades panameñas, pidió indemnización y sugirió la ocupación inmediata de la zona de Nueva Granada, donde todo empezó a torcerse por un tío que había robado una simpática tajada de sandía.. En 19 de septiembre, un destacamento de soldados enviados por EEUU tomó la estación. Estuvieron tres días. Nadie se reveló. No hubo un sólo tiro, ni al aire. Y se retiraron. Pero el veneno ya estaba dentro del territorio. En 1857 Panamá aceptó indemnizar a EEUU y entregó 412,394 dólares estadounidenses en oro para los damnificados. Las autoridades yanquis no repartieron su parte a los afectados hasta 1865. No hay por dónde cogerlo.. Pero todo esto se había ido larvando antes, como suele ocurrir cuando escarbas en el porqué de las guerras más estúpidas del mundo. En 1846, unos y otros habían firmado el tratado Mallarino-Bidlack. El primer párrafo del artículo 35 decía esto: «Los ciudadanos, buques, mercancías de los Estados Unidos disfrutarán en los puertos de Nueva Granada, incluso los del istmo de Panamá, de todas las franquicias, privilegios e inmunidades en lo relativo a comercio y navegación de que ahora gozan los ciudadanos neogranadinos». Un hermoso antecedente, otro más, de la política arancelaria de La Bestia Trump.. El resentimiento creció en los años siguientes a la firma del tratado, así que cuando el tal Mark Oliver se acercó al puesto de sandías con ese tumbao que tienen los ebrios al caminar, la cosa estaba bien encaminada para saltar con perfecta agilidad por los aires. La sandía es, de natural, una fruta festiva, un peso muerto dulce y refrescante de un verde severo por fuera. A veces, como ocurre con algunas cosas de la vida, no sabes muy bien dónde dejarla para que no empiece a rodar sobre la mesa. En algunas cuadrillas de amigos y amigas que salen de excursión hay costumbre de ir al monte o a la playa con uno de estos ejemplares y siempre hay a quien le toca llevar la sandía. Mientras se escoge el mejor sitio para almorzar la mantiene en los brazos. A veces apoyada en la barriga y cuando ya no puede más la desliza hacia arriba camino de las clavículas para bajarla de nuevo. Hasta que se abre en dos, la sandía bolazo que machaca los brazos y lo que sobra no se lo lleva nadie a casa. En Panamá, aquel tendero humilde había llegado al límite de la paciencia después de años de cargar y descargar piezas grandes para lucirla en el puesto callejero. Cómo no va a detonar una guerra tan tonta alguien que tan seriamente cansado de su perra existencia. Poco pasó para lo que podría haber sucedido.. Bastó con una tajada, un norteamericano receloso y borracho, un pueblo hastiado, unos machetes justicieros y un revólver soberbio. En el ranking de disparates bélicos este merece sitio de honor por su condición tropical. Bien pensado, en todas las guerras de la historia el triunfo de cualquiera de los bandos en disputa sólo es media sandía. La otra media es lo que siempre se ha llamado derrotados. Así se reparte el mundo. En una tajada de este fruto está todo lo que uno debiera saber de la vida. Qué sencilla barbaridad.
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