El color negro es, casi por definición, inexplicable. El pintor Pierre Soulages mantenía que el color negro en realidad es simplemente una refutación de sí. Es todo lo que niega. «Es al mismo tiempo un color y un no-color. Cuando la luz se refleja en el negro, lo transforma y transmuta, y abre un campo mental propio», escribía en una de sus reflexiones de aire tan místico como cada uno de sus cuadros resplandecientes y opacos. Los destellos, la tercera película de Pilar Palomero, tiene algo de todo lo anterior. No tanto por oscura, como por contradictoria. Su argumento es la muerte, la muerte de un ser cercano (no exactamente querido, aunque también), pero en realidad de lo que habla es de esos brillos –o destellos, como dice el título– que deja la vida cuando impacta con la dureza sombría y ríspida de lo que desaparece, de lo que se apaga.. Seguir leyendo
La directora de ‘La maternal’ explora en su tercera y mejor película la belleza del duelo de la mano de dos inmensos Patricia López Arnaiz y Antonio de la Torre
El color negro es, casi por definición, inexplicable. El pintor Pierre Soulages mantenía que el color negro en realidad es simplemente una refutación de sí. Es todo lo que niega. «Es al mismo tiempo un color y un no-color. Cuando la luz se refleja en el negro, lo transforma y transmuta, y abre un campo mental propio», escribía en una de sus reflexiones de aire tan místico como cada uno de sus cuadros resplandecientes y opacos. Los destellos, la tercera película de Pilar Palomero, tiene algo de todo lo anterior. No tanto por oscura, como por contradictoria. Su argumento es la muerte, la muerte de un ser cercano (no exactamente querido, aunque también), pero en realidad de lo que habla es de esos brillos –o destellos, como dice el título– que deja la vida cuando impacta con la dureza sombría y ríspida de lo que desaparece, de lo que se apaga.. Y es ahí, en ese terreno delicado y difícilmente aprehensible de lo tenue, de lo negro mate casi gris brillante, donde se hace grande. Los destellos es una película descomunal en cada una de sus dudas, es un ejercicio de cine sostenido en la confianza ciega en una simple mirada, en un resplandor que huye, en la lectura tranquila a media voz de Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, en el tranco cansado de un perro viejo y grande, en un paseo por el campo al atardecer, en una mano que detiene un rayo de luz justo antes de herir la retina. Los destellos, para entendernos, no solo es la mejor película de la directora de la voluntariosa Las niñas y la abigarrada y ensordecedora La maternal, es sencillamente un milagro que, como el color negro que decía Soulages, se niega a sí misma a cada paso que da.. Basada en un relato de la escritora vasca Eider Rodríguez (Un corazón demasiado grande), la película cuenta la historia de una mujer (Patricia López Arnaiz) que un buen día recibe un encargo esencialmente raro. Su hija (Marina Guerola) le pide que cuide del que es ex pareja de la primera y padre de la segunda. El hombre que requiere atención (Antonio de la Torre) se muere. Sobre esta extrañeza, hacerse cargo de un ya desconocido que tiempo atrás fue amor sincero, Palomero dice querer investigar «la belleza del duelo», pero, en realidad, lo que hace es describir con una precisión desusada, quizá solo completamente nueva, la belleza sin más, la belleza detenida en la herida abierta de la vida. Suena tremendo y, sin el menor amago de duda, lo es.. La cámara se mueve por la pantalla sin apenas ruido, solo pendiente de las ligeras variaciones de la luz, solo atenta a las pequeñas arrugas que dejan a su paso asuntos tales como el sol, la tierra y el tiempo. Los trabajos de López Arnaiz y De la Torre, dos actores demasiado dados a salirse de sí y a desbordarse por los lados, se antojan esta vez tan cuidadosos como intensos, tal vez perfectos. Palomero huye de esos juegos de espejos que han presidido buena parte de su cine y del cine de su generación (si es que algo así existe). Ya no se trata de acercarse a la frontera que separa la realidad de la ficción para sorprenderse y sorprendernos con las paradojas de la verdad. Ahora lo que importa es, en efecto, lo importante. Y esto, que así dicho puede parecer una obviedad, acaba por ser exactamente eso: tan obvio que duele.. El resultado es una película construida enteramente donde ya no se hace casi nada: en lo tenue; una película que no teme a refutarse, a negarse, a enseñar cada una de sus debilidades hasta convertirlas en fortalezas; una película que se planta delante de los ojos del espectador con gesto desafiante como lo hacen los lienzos negros de Soulages, a la espera de una esquirla de luz que los dé sentido. Frente a ese gusto tan nuestro y tan actual por el brillo y la claridad, lo que ahora importa es la profundidad y lo complejo de las sombras. Qué bonita Concha de Oro se nos está quedando.
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