Lo conocí en 1997 en la Feria del Libro de Guadalajara. Yo era corresponsal de El País en México. El Ejército Zapatista y el subcomandante Marcos provocaban en esos años el delirio en Europa y en Hollywood. Chiapas era un parque temático para los turistas de la revolución. Los intelectuales nostálgicos del Muro peregrinaban a la Selva Lacandona a llevarle butifarras al enmascarado de la pipa y hacerse fotos con él. Y se quejaban al periódico porque mis crónicas (sobre, por ejemplo, los miles de indígenas desplazados por la represión zapatista o el ideario reaccionario y frívolo de los dirigentes blancos) les estropeaban el teatrillo. Las presiones eran brutales. Desmitificar al líder zapatista exigía una osadía que por momentos se me antojaba excesiva. Por eso, cuando Vargas Llosame felicitó con entusiasmo por mi trabajo, supe que no podía ceder. Nunca se lo dije, pero ese aliento llegó en un momento crítico.. Seguir leyendo
Valiente. Desprendido. Elegante. Batallador. Mario Vargas Llosa desbordaba energía: en el abrazo de bienvenida, en sus carcajadas, en el entusiasmo de su conversación
Lo conocí en 1997 en la Feria del Libro de Guadalajara. Yo era corresponsal de El País en México. El Ejército Zapatista y el subcomandante Marcos provocaban en esos años el delirio en Europa y en Hollywood. Chiapas era un parque temático para los turistas de la revolución. Los intelectuales nostálgicos del Muro peregrinaban a la Selva Lacandona a llevarle butifarras al enmascarado de la pipa y hacerse fotos con él. Y se quejaban al periódico porque mis crónicas (sobre, por ejemplo, los miles de indígenas desplazados por la represión zapatista o el ideario reaccionario y frívolo de los dirigentes blancos) les estropeaban el teatrillo. Las presiones eran brutales. Desmitificar al líder zapatista exigía una osadía que por momentos se me antojaba excesiva. Por eso, cuando Vargas Llosame felicitó con entusiasmo por mi trabajo, supe que no podía ceder. Nunca se lo dije, pero ese aliento llegó en un momento crítico.. Generoso en sus consejos y en las reseñas de los libros que escribí con Bertrand de la Grange, la relación se fue estrechando con los años. Las cartas y faxes, a falta de internet, dieron paso a los encuentros ya en Madrid, a menudo en los congresos de su Fundación Internacional por la Libertad.. Impresionaba su rigor intelectual. Su sed de conocimiento. Su honestidad. Mario tenía una curiosidad insaciable. Se documentaba para todo, también para la ficción. Un día de 2018 me pidió que fuera a su casa. Preparaba, me dijo, una novela sobre Jacobo Arbenz, el presidente de Guatemala depuesto por un golpe auspiciado por la CIA en 1954. Dado que Bertrand y yo habíamos vivido varios años en ese país centroamericano, tal vez podíamos echarle una mano en la búsqueda de documentación y contactos. Los astros se habían alineado: íbamos a Guatemala unos meses después, a impartir un taller de periodismo en la Universidad Francisco Marroquín. Allí nos reunimos. Husmear en documentos, entrevistar a testigos aún vivos (y contradictorios) y las largas discusiones con Mario llenaron unos días apasionantes. Impresionaba verle trabajar sin descanso a sus 82 años, en la biblioteca o recabando testimonios. El resultado, Tiempos recios, salió publicado al año siguiente. Y aún recorrió Perú con su hijo Álvaro para documentarse para la última novela, Le dedico mi silencio.. Acogió con entusiasmo el nacimiento de La Lectura, la revista cultural de EL MUNDO, y me llamaba para comentarla (y quejarse de que la letra era pequeña). Ahí le hice la última entrevista, con motivo de su entrada en la Academia Francesa. Iniciaba una nueva etapa, tras unos años tempestuosos. Estaba radiante. En París se cerraba el círculo. Tenía el Cervantes y el Nobel, y ahora el país donde se hizo escritor le reconocía como uno de sus inmortales: el primero en publicar en español. Fue la última ocasión en que nos reunimos con él. En la Academia pronunció un discurso memorable, sobre la literatura como tabla de salvación del hombre. Como defensa frente a la muerte.
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