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  Cultura  Muere a los 91 años Brigitte Bardot, el espíritu de una época y el ideal de mujer contra el ideal de mujer
Cultura

Muere a los 91 años Brigitte Bardot, el espíritu de una época y el ideal de mujer contra el ideal de mujer

28 de diciembre de 2025
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La actriz y cantante Brigitte Bardot, icono del cine francés y símbolo erótico de los años 50 y 60, ha fallecido a los 91 años, según ha informado este domingo en un comunicado. . Seguir leyendo

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La actriz fue un icono del cine francés y símbolo erótico de los años 50 y 60.

  

Hay infinitas formas de recordar a Brigitte Bardot que el domingo falleció a los 91 años y probablemente todas culpables. Fue la imagen más exportable de Francia y lo fue durante casi cinco décadas. Para lo bueno y para lo malo. Por la celebración festiva e irónica del placer en un tiempo nuevo y por el machismo voyeurista más elemental y cínico de todos los tiempos. Las siglas de su nombre (BB) se convirtieron en marca de todo un país y a la vez en excusa más atrevida para las bromas más zafias (como cuando se le llamó BB-foque para hacer bulla de su dada defensa animal). Ella misma, víctima probablemente de su propia imagen, se empeñó en transformar su credo animalista ya en una excusa para las proclamas reaccionarias contra la supuesta islamización del país y, llegado el caso, contra el Methoo. Ninguna otra actriz o personaje público fue sencillamente incapaz de encarnar todas y cada una de las paradojas que nos habitan, a pesar de ser proclamada como bandera por todos, de un lado y de otro. Era tanto el ideal de mujer que para sí reclamaba el cine comercial más zafio como la réplica elegante, revolucionaria y perfecta contra precisamente esa fea y subyugante idealización. Lo fue todo: un fenómeno cultural, un símbolo de la cosificación de la mujer, un nuevo símbolo de la liberación feminista-sexual, la primera gran víctima del acoso de la prensa rosa y el último emblema de la Francia eterna, esa Francia que día a día parece desmoronarse sin remedio. Para la mayoría de los espectadores aún con memoria, Brigitte Bardot nació de la mano de Roger Vadim, su marido entonces y fuerte controlador de su carrera. En 1956 rodó la película Y Dios creó a la mujer. Tenía 22 años y hasta entonces se le había visto en varias películas con una melena castaña destinada al olvido. En un Technicolor deslumbrante, Bardot, ahora y para siempre rubia, se inmiscuía de pronto en la viva imagen del deseo, del deseo masculino, por supuesto. Su cintura más allá de la avispa y su andar ingrato y rugiente al mismo tiempo la convertían en la encarnación de la sensualidad de los años cincuenta a la altura misma de Marilyn Monroe. BB contra MM En la cinta, ambientada en Saint-Tropez, vivía una joven huérfana deseada a partes iguales por la obsesión destructiva de un anciano y por el deseo liberador de Jean-Louis Trintignant. Libre y desprejuiciada baila desnuda sobre las cenizas de la moral de posguerra y anuncia el comienzo de una revolución que el tiempo puede haber descubierto fracasada. Todo cambió entonces. Y cómo. . . Acababa de nacer una nueva forma de entender el arquetipo clásico de femme fatale. Ahora no era la malicia lo que seducía, sino la inocencia. Otra excusa y otro nombre para, probablemente, el mismo sometimiento de siempre. . De repente, en su película, los otros directores, los de la Nouvelle Vague, que renegaban de todo lo viejo, incluida la recurrente babosa que insondablemente, película tras película, iban tras ella. Primero fue Louis Malle quien en Una vida privada (1961) la hizo interpretar su otro gran papel: ella misma. De hecho, Brigitte Bardot dando vida a su propio y pleno mito se convertiría en la otra forma de presentar a Brigitte Bardot sin estar manchada de todo lo malo y pedeste, por comercial, que significaban las omnipresentes siglas BB. Malle la convierte en intérprete de una joven catapultada a la fama y que lucha por no ser devorada por los medios de comunicación. La película se convierte así en un fascinante documento sobre la propia vida de Bardot. Después, el recuerdo más o menos cinemático se detiene en El desprecio (1963). Jean-Luc Godard, el gran hombre y padre de todas las revoluciones cinéfilas, la hace posar desnuda en las primeras imágenes sorbidas por un filtro de color. Se entiende que estemos ante una reflexión, de nuevo, sobre el significado mismo de la Bardot, sobre la cosificación de la mirada, sobre cómo la mirada masculina (la de Godard y la de cualquiera) está siendo sometida al mito, que no sólo actriz, que es Brigitte Bardot. Pero, por muy intelectualizado que esté el discurso, no deja de ser una actitud del director tan misógina y cínica como la del propio machismo supuestamente denunciado. En cualquier caso, su bien pensado y deprimente retrato de los silencios significativos como mujer de un escritor (Michel Piccoli) cortejado por un productor americano (Jack Palance) es tan delicado e introspectivo como lleno de matices. Sí, aunque se olvida con demasiada frecuencia, Brigitte Bardot fue una gran actriz. También. . Sería injusto ignorar entre tanto ruido de mitologías y reflexiones de la época sus trabajos a las órdenes de Claude Autant-Lara o H. G. Clouzot. En el primer caso, en El amor es mi oficio (1958) da vida a una mujer acusada de robo que seduce a su abogado para que haga unas pruebas que la absuelvan. Bardot junto a un maduro Jean Gabin representan algo mucho más grande y verdadero que dos actores que también son símbolos. La delicada ternura con la que uno mira al otro simplemente explota. La verdad (1960) es otra cosa. Sólo el discurso final del personaje que interpreta Bardot sitúa en el otro lado, en el lado de los inmortales. Bardot antes de Bardot. Su personaje es acusado de asesinato. Los flashbacks muestran una vida desolada y acosada, una vida obligada a prostituirse. Al final, lee en un tribunal de finales de Los Mandarines, la novela de Simone de Beauvoir, y todo se aclara por fin. La hipocresía que la perseguiría toda su vida es denunciada y descubierta en la mejor escena de su carrera. . Luego, en los años sesenta, haría mil películas y muchas de ellas muy mediocres. Shalako (1968) es una de las más recordadas. Por lo que sea. Por su extravagancia de western extravagante o por el extravagante bisogné de Sean Connery. Por eso o por Bardot, claro. Por Bardot como piedra de escándalo constante. En aquella época, su tumultuosa vida personal era tan pública como su trabajo en la pantalla y sus crisis existenciales iban al mismo ritmo que sus romances, sus matrimonios (especialmente con Vadim y el magnate alemán Gunter Sachs) y sus numerosos intentos de suicidio. En 1973, a la edad de 39 años y tras una película de 50, Bardot decidió retirarse del cine. Dijo que prefería los animales a los humanos. «J’ai donné ma jeunesse et ma beauté aux hommes, je donne ma sagesse et mon expérience aux animaux» (Di mi juventud y mi belleza a los hombres, doy mi sabiduría y mi experiencia a los animales), dijo. Comenzaba así una carrera de activismo que sólo añadiría escarlata a la escarlata, mito al mito, Bardot a Bardot. Una vez dijo: «He sido prisionero de mí mismo toda mi vida». Y hasta aquí.

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