El acto de nacer es violento. Es abandonar un refugio seguro para adentrarse en un mundo incierto, lleno de lugares desconocidos donde no se sabe dónde se puede caer. «No quería nacer en otoño en un país radiactivo, pero el médico me sacó a través de un corte realizado con bisturí y con los pies toqué la tragedia», escribe Natalia Litvinova. Cinco meses después de la explosión de Chernóbil, en marzo de 1986, mientras Bielorrusia se desmoronaba, la escritora y editora llegó al mundo. Ese es el comienza su vida, y también el de Luciérnaga, la novela con la que ha ganado el II Premio Lumen.. Seguir leyendo
Natalia Litnova, escritora y editora bielorrusa y argentina, relata en su novela Luciérnaga, una historia de exilio, de guerra, en donde también busca iluminar el lado poderoso de las mujeres de su familia
El acto de nacer es violento. Es abandonar un refugio seguro para adentrarse en un mundo incierto, lleno de lugares desconocidos donde no se sabe dónde se puede caer. «No quería nacer en otoño en un país radiactivo, pero el médico me sacó a través de un corte realizado con bisturí y con los pies toqué la tragedia», escribe Natalia Litvinova. Cinco meses después de la explosión de Chernóbil, en marzo de 1986, mientras Bielorrusia se desmoronaba, la escritora y editora llegó al mundo. Ese es el comienza su vida, y también el de Luciérnaga, la novela con la que ha ganado el II Premio Lumen.. Esta auto ficción es la ópera prima de la escritora, pero es más que eso. Es parte de un proceso íntimo, una necesidad visceral de dar voz a las sombras, de iluminar aspectos de su vida y su país que la han acompañado desde la infancia. Escenas que ha observado desde primera fila, pero que nadie ha querido o ha podido explicarle y que ha tenido que madurar rápido o animarse a desvelarlas. «A los 30 años me entero de la historia de mi abuela materna, Catalina; al pasar en la cocina mi mamá me cuenta que su madre había sido secuestrada por los nazis. Me quedé anonadada, entonces le pedí que me contara y me respondió que son historias dolorosas y que no quería volver al pasado, pero también es mi historia y yo quería saber», explica la autora en Madrid.. Todo aquello que la familia Litvinova y el país donde nació decidieron dejar bajo llave en un baúl inalcanzable, la autora hizo puntitas de pie y se esmeró en alcanzarlo y mirarlo, como le decía su abuelo cuando se enfrentaba a algo peligroso, con ambos ojos. Y desde la mirada de una niña que actúa como una «cámara de filmación», la autora narra su historia con imágenes que dejan ver trasfondos dolorosos: que sus padres ya no se abrazan, que su abuelo está perdido y que repite frases bélicas, la nieve contaminada… Y que se pregunta sobre lo que ve: «¿Y si soy radioactiva? ¿En donde queda la casa de Dios?». El retorno a la infancia la autora también lo utiliza como un ejercicio de extrañamiento. Busca desnaturalizar situaciones que, en retrospectiva, le hubiera gustado que la asustaran. «Crecí rodeada de adultos que, cuando empezaba a llover y el cielo se teñía de un naranja extraño, corrían, nos agarraban y nos llevaban rápidamente al edificio o bajo un techito, pero nunca nos decían por qué», explica. «A mí me parecía normal, no sabía nada del mundo exterior. Bielorrusia en los 80 y 90 era un país cerrado, no llegaban noticias. Imagínate: no había publicidad en las calles, solo películas y dibujos soviéticos en la televisión. Nunca había visto Disney ni tomado una Coca-Cola. Aunque la Unión Soviética ya no existía, yo vivía en una burbuja soviética», recuerda.. Esta inocencia que impregna la novela no se limita a la voz de la niña protagonista, sino también a la forma en que su familia logró enfrentar la realidad. En medio de la desesperación por vivir en un país contaminado y silenciado, donde la inflación convirtió de un día para otro el dinero de la venta de su casa en lo suficiente para comprar un simple salchichón, la madre de la protagonista, en su desesperación, busca respuestas en un juego de ouija. Aunque no creía en ello, decide preguntar a qué país debía huir con su familia. Tras temblar, el plato deletrea una palabra: «Argentina».. A raíz de esa «palabra», la madre de Litvinova fue a la biblioteca a investigar sobre el país y acudió a la embajada en busca de un hogar. «¿Qué tan mal debe estar una familia para creer en cualquier cosa que le digan?», reflexiona la autora. Y así partieron hacia Argentina, sin nada, ni idioma ni recursos. Lo que pensaban que sería una vía de escape hacia una realidad mejor se convirtió en un golpe aún más duro. Fueron estafados por unos amigos rusos, humillados y ridiculizados por no saber el idioma, pero ya no había espacio para el lamento, solo para la supervivencia. «No había tiempo para mirar atrás. Mi madre dejó de responder las cartas de su familia. Yo, por mi parte, me acordaba de nuestra lorita, de los huertos de mi abuela, las frutillas aplastadas bajo mis pies, la iglesia a la que solíamos ir… Pensar era doloroso, así que decidí dejarlo atrás».. Su padre no aguantó. El mismo que la llevaba a clases de baile, que se gastaba el poco dinero que tenía en hacerla probar el helado de naranja importado, al final desapareció de manera desconcertante. Después de dos años en Argentina, sufrió un brote psicótico y su madre decidió enviarlo de vuelta a Bielorrusia. Un par de años después, una carta, llegada con retraso, les informaría que él se había muerto. Litvinova escribe en Luciérnaga que no logró llorar por su perdida.. La razón, explica, no es clara. Tal vez porque no comprendía del todo lo que sentía, o porque todo era demasiado: el trauma de perder su país, de perder a su padre, de lidiar con el idioma, con el bullying de sus compañeros y de ver que no podía encontrar cobijo en su familia.. En medio de esa confusión, Litvinova encontró su refugio en el subsuelo donde se hallaba la biblioteca. Fue allí donde encontró paz en Argentina y se quedó para siempre. Fue allí, además, donde se le acercó por primera vez alguien. «La poesía era mi salvación. Era la música que necesitaba para cantar, me liberó, me abrió la garganta».. Así, poco a poco, fue utilizando sus poemarios, como gotas en las que destilaba una memoria reprimida. Pero fue hace dos años durante una estancia en A Coruña, con una beca para escribir poesía, cuando algo cambió. Cuenta que ya no pudo seguir escribiendo versos, y la historia de su vida emergió en forma de prosa. «Cuando me dicen cómo fue encontrar la voz, en realidad me estaba esperando que yo estuviera tranquila, en soledad y tuviera tiempo para bajar la información», dice.. Una vez que decidió abordar su historia a través de la novela, no hubo vuelta atrás: «Me exhalaba en la nuca, era inminente la novela», narra y agrega: «Estuve tantos años procesando todo que después fue como un rayo. La novela me partió».. Lo que la autora se esfuerza en resaltar en Luciérnaga es la historia de las mujeres de su familia. Hace un trabajo de artista para retratarlas como supervivientes, como luchadoras, pero también busca iluminar la belleza y la alegría que tenían. «Eran mujeres que cantaban, que cocían, que se enamoraban», cuenta. Esto es algo que Litvinova estaba decidida a hacer, no iba a dejar caer en el pantano a las mujeres de su familia. «Quería dejar la moda de ver la parte trágica de las mujeres y resaltar la lucha, la valentía, el canto. Quería agasajarlas, abrazarlas, darles mucha belleza poética porque también la tenían ellas», relata.. Los hombres también aparecen en la novela pero en silencio, casi ausentes, como su padre o su abuelo Pedro. «Las protagonistas son las mujeres, pero los hombres están ahí también por su ausencia. Esa ausencia dice mucho: o son sumisos o quedaron mal de la guerra y no saben qué hacer con la vida cotidiana».. La historia de Litvinova es de «tajos, de cortes», por eso ella escribe en un intento de suturar, de tejer las heridas que su vida le ha dejado. Pero también escribe para iluminar a las mujeres de su familia, a las distintas partes de su vida, a la historia de esos niños que crecieron en un país que se desmoronaba. Por eso el nombre Luciérnaga: «No solo por lo radiactivo, sino porque es un pequeño ser que emite un poco de luz. No lo ilumina todo, pero en medio de tanta oscuridad, un poco de luz ya es algo».
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