El cine no es una misa. Me niego a decir a nadie lo que tiene que ver o pensar. Me niego a imponer un juicio. Es el espectador el que tiene que construir su propia película. Yo me limitó a darle las herramientas para que confeccione su lectura, para que recomponga su mirada». Miguel Gomes (Lisboa, 1972) habla, fuma y bebe café. No necesariamente por este orden. También toma agua con gas, pero eso solo lo hace cuando se queda sin argumentos. Y también, que no se nos olvide, hace cine; un cine prodigioso que discurre por la pantalla como su conversación: sonámbula, certera, poética, divertida y, sobre todo, libre. Grand Tour, su última película, llega ahora a las pantallas tras conseguir para Gomes el título de mejor director en Cannes. Cuesta definirla, siquiera presentarla, porque está en su naturaleza ser, efectivamente, cine, cine, como lo entiende el cineasta, que no es misa. Amén.. Seguir leyendo
El director portugués convierte su última película, ‘Grand Tour’, en un viaje emocional, profundo y divertido a la memoria del colonialismo y del cine
El cine no es una misa. Me niego a decir a nadie lo que tiene que ver o pensar. Me niego a imponer un juicio. Es el espectador el que tiene que construir su propia película. Yo me limitó a darle las herramientas para que confeccione su lectura, para que recomponga su mirada». Miguel Gomes (Lisboa, 1972) habla, fuma y bebe café. No necesariamente por este orden. También toma agua con gas, pero eso solo lo hace cuando se queda sin argumentos. Y también, que no se nos olvide, hace cine; un cine prodigioso que discurre por la pantalla como su conversación: sonámbula, certera, poética, divertida y, sobre todo, libre. Grand Tour, su última película, llega ahora a las pantallas tras conseguir para Gomes el título de mejor director en Cannes. Cuesta definirla, siquiera presentarla, porque está en su naturaleza ser, efectivamente, cine, cine, como lo entiende el cineasta, que no es misa. Amén.. Cuenta que todo empezó cuando cayó en sus manos el libro de Somerset Maugham El caballero del salón. En él aparecía la historia («intenté comprobar si era o no verdad, pero no pude», dice) de un funcionario del imperio británico que, ante la inminente llegada de su prometida, huye. El pánico le puede. Ella no se arredra y corre detrás de él. Uno y otra, ella detrás de él, recorrerán el lejano Oriente desde la Birmania colonial hasta China, pasando por Singapur, Bangkok, Saigón, Manila y Osaka. «Son dos deseos que se persiguen por un mundo que se desvanece. No me atrevo a decir que la película sea ni feminista ni anticolonialista ni nada. Prefiero pensar como Jean Renoir. La tragedia de este mundo es que todo el mundo tiene sus propias razones», dice, toma café, fuma y, ya puestos, da un sorbo al agua. Con gas.. La pantalla se compone y recompone en un puzle donde las imágenes en blanco y negro rodadas en estudio se miran en las capturadas durante el viaje que el director realizó por una Asia a la vez mítica e inmediata, fábula y documental, teatro y sueño. «Hicimos el mismo viaje de los protagonistas. La película seguía un guion, pero las propias imágenes imponían su propia narrativa que nos obligaba a replantearnos todo de nuevo. La idea era responder con ficción a las impresiones del mundo. Pero muchas veces era tan espectacular lo que teníamos en frente de la cámara que no quedaba otra que rendirse: no es posible competir con el espectáculo del mundo. La película se hacía y deshacía a medida que la iba componiendo. Todo fue bien hasta llegar a la frontera con China. Entonces, el COVID nos detuvo», recuerda el director.. En un momento de Grand tour una voz que no queda claro si llega desde detrás de la pantalla o desde dentro del pecho de cualquier espectador cuenta la historia de una canción que suena en lo más hondo de un bosque de bambú (se ve hasta al oso panda). En uno de los pueblos hasta donde llega la melodía, la canción recibe el nombre de Pasión sin límite. Los habitantes de la otra aldea donde se escucha se refieren a ella como Tristeza infinita. Es la misma canción, pero duele distinto a un lado y el otro del bosque. A su modo, la contradictoria historia referida, que habita en un lugar impreciso entre el cielo al que aspira y el suelo por el que camina, resume con bastante precisión (que también es justeza poética) el milagro de todo esto. El resultado es una película mayor esencialmente romántica; una película que arrastra consigo el tamaño desmesurado de, como decía la canción, la pasión sin límite y la tristeza que no acaba por infinita.. «Mis personajes», reflexiona el director, «viven ajenos al mundo. Es algo que veo ahora cuando comparo una película mía anterior como Tabú y ésta. En los dos casos, importa la intimidad pura sin conexión con el universo exuberante de su alrededor», dice Gomes algo críptico para insistir en su verdadera pasión: el cine. El cine de Gomes es cine que se sabe cine; cine que, sin renunciar a la emoción, no puede por menos que narrarse a sí mismo. Y a nosotros. Sin misas. Amén.
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